La formación infantil de la moralidad en la sociedad consumista como mecanismo de alienación y sumisión del individuo al sistema

Creado: 24/7/2012 | Modificado: 30/1/2013 3443 visitas | Ver todas Añadir comentario



La formación infantil de la moralidad en la sociedad consumista como mecanismo de alienación y sumisión del individuo al sistema
Texto: http://old.kaosenlared.net/noticia/formacion-infantil-moralidad-sociedad-consumista-como-mecanismo-aliena
Pedro Antonio Honrubia Hurtado

Introducción

 

En este artículo pretendo denunciar el mecanismo moral a través del cual el capitalismo enseña y educa a los niñas y niñas de nuestra sociedad en los valores de la sumisión y el adoctrinamiento al sistema, y como es a través del aprendizaje moral del sujeto, que los miembros de las clases trabajadoras, en principio explotados y desfavorecidos por el funcionamiento del sistema, acaban por alienarse en la defensa de los intereses de clase de aquellos que los explotan.

Para explicar esto desde una perspectiva psicológica, la tesis central que trataré de defender aquí, es la de que vivimos en una sociedad donde lo que prevalece en el campo de la moralidad son los valores estéticos, frente a una absoluta desaparición de los valores éticos, lo que conduce a una asimilación a-crítica de los valores establecidos, e impide una reflexión profunda sobre el origen de estos, con el consecuente efecto social que esto conlleva, que no es otro que el adormecimiento de las masas trabajadoras ante las injusticias del sistema.


Cabe decir, para evitar confusiones, que cuando en este texto hable de valores estéticos, en ningún momento estaré haciendo referencia al uso que de este concepto se hace en el mundo del arte o de la filosofía del arte. En todo momento esta terminología se usará para definir un tipo de valor moral que, a mi entender, está totalmente implantado en la sociedad de nuestros días. El termino estético hará referencia aquí, desde una perspectiva moral, a lo aparente, a lo que entra por lo ojos, a aquello que gusta a primera vista, aquello que se hace para satisfacer las normas sociales establecidas y evitar las suspicacias de nuestros conciudadanos.

Para entendernos, los valores morales estéticos, son aquellos valores que la gente trata de satisfacer de cara a la sociedad donde se ubica, sin más consideración que el aparentar un modo de vida adecuado a las normas sociales imperantes, independientemente de si estas normas tienen connotaciones éticas o no. Por el contrario, los valores morales éticos serían aquellos que se establecen en torno a la reflexión sobre el bien y el mal, sobre lo bueno y lo malo, es decir, aquellas normas de conducta donde se actúa conforme a la creencia ética y en virtud de las implicaciones positivas o negativas que una acción pueda tener para con uno mismo y con los demás, y no por la mera apariencia de cara al resto de la sociedad.

1. Origen y desarrollo de la moralidad estética: una perspectiva psicológica

A mi entender, no se puede hablar de moralidad hasta que el sujeto no ha conseguido desarrollar las capacidades cognitivas necesarias como para que poder comprender en toda su extensión simbólica conceptos como bien y mal, bueno y malo, aceptable y rechazable, válido e inválido, o, si se quiere, conceptos como premio y castigo, pecado y salvación, aunque estos segundos no dejen de ser una aplicación práctica de aquellos primeros.

Hasta que esto no ocurre, el sujeto puede ser condicionado a actuar de una u otra manera por los miembros de su entorno, al igual que pueden ser condicionados determinados animales, pero no es capaz de entender el simbolismo que se encierra en cada uno de estos conceptos de aplicación mental, con lo cual no podemos hablar de la existencia de una moralidad subjetiva.

Cuando un niño menor de seis años modifica sus hábitos de comportamiento en función de los premios o los castigos -en sus diferentes variantes- que pueda recibir por parte de las personas de su entorno, realmente no está siendo consciente de actuar en un sentido moral, no se puede hablar de que exista en él una actitud moral, si no que, al igual que muchos animales domesticados, simplemente se limita a actuar de manera mecánica en función del premio o el castigo que pueda recibir como consecuencia de su acción. Sin embargo, es a partir de la aparición de las capacidades de análisis simbólico en el sujeto (que según los expertos en psicología se suelen dar a partir de los cinco o los seis años aproximadamente) cuando el desarrollo cognoscitivo permite al individuo comenzar a entender el significado de los valores morales, haciendo que dejemos con ello de actuar mediante la simple mecánica de acción-represión propia de la etapa anterior, e incorporando paulatinamente a nuestros planteamientos mentales todos los conceptos morales que nos han de acompañar a lo largo del resto de nuestra vida.

Es a partir de este momento, por tanto, cuando se puede comenzar a hablar de la existencia de unos valores morales en formación en el interior de nuestra mente, y por ello cuando podemos comenzar a hablar de la existencia de una moralidad propiamente dicha. A partir de este momento, una vez la moralidad da sus primeros síntomas de existencia, considero que existen dos polaridades principales sobre las que un sujeto condicionará la formación de la misma: las polaridades entre lo bueno-malo y lo aceptable-rechazable.

Cada una de estas polaridades responde a la aparición y formación de los valores mencionados con anterioridad, diferenciados entre éticos y estéticos. Mientras la polaridad bueno-malo definirá y generará la aparición de valores éticos, la polaridad aceptable-rechazable abrirá el camino para el surgimiento de los valores estéticos. En ambos casos, el simple hecho de adquirir el niño una comprensión simbólica de estos conceptos, servirá para modificar su actitud frente a los actos que ha de realizar en un futuro y que puedan implicar un comportamiento susceptible de ser juzgado bajo estos criterios de moralidad por los demás.

Es decir, a partir de que el sujeto comienza a pensar simbólicamente, el niño tendrá muy en cuenta la reacción que los demás puedan tener ante sus actos, muy especialmente en los ámbitos de mayor proximidad, como pueden ser el familiar o el entorno social, y a partir de ello irá paulatinamente forjando su propia imagen, estrechamente relacionada con el respeto por sí mismo y el respeto por los demás. Por ello, deberíamos considerar la moralidad del individuo, el yo moral, como aquella parte de la mente humana donde el sujeto encierra la información relacionada con sus juicios de valor sobre lo bueno y lo malo, lo aceptable y lo rechazable, así como los efectos del resultado que el entorno exterior tiene en relación a los comportamientos del individuo y la aplicación conductual de estos juicios por el propio sujeto.

Normalmente con el paso de los años cada sujeto suele establecer sus propios criterios, más o menos flexibles, sobre lo bueno y lo malo, lo aceptable y lo rechazable, etc., aunque en origen siempre existe en toda cultura una moralidad, más o menos imperante, que determina las primeras informaciones morales interiorizadas por el sujeto y que finalmente acaba por condicionarla moralidad de los individuos que la componen.

Desde luego no podemos olvidar que esta relación entre la moral y la cultura, entre lo moral y lo social, viene determinada, de manera irremediable, por la naturaleza misma del simbolismo encerrado en torno a los criterios que el niño aprende sobre lo bueno y lo malo, lo aceptable y lo rechazable, ya que al ser estas polaridades las que primero actúan sobre los comportamientos humanos, y al estar sujetas a la emisión de juicios de valor respecto de ellas, lo primero que el propio niño necesita, para poder, no solo entenderlas, si no también aplicarlas en su propia vida, es aprender los contenidos generales sobre los que se fundamentan estas polaridades, es decir, aprender a responder sistemáticamente a la pregunta ¿en relación a qué se establece lo bueno y lo malo, lo aceptable y lo rechazable dentro de la sociedad donde me desenvuelvo? o, dicho de otro modo, ¿cuál es la norma o el criterio social establecido para señalar la bondad o la malicia de un acto?

Por supuesto, el niño, ignorante por naturaleza en estas cuestiones, no puede acudir a sus propias fuentes para responder a estas preguntas, con lo cual se le hace necesario acudir a las fuentes externas que están representadas tanto en las respuestas familiares como en los valores sociales imperantes. De esta manera, una vez el niño acude a estas fuentes para aprender de ellas e implantar en su mente los criterios que determinen el contenido general de estas polaridades morales, el niño, indirectamente, pasa a someterse moralmente a elementos externos a su propia conducta. Por otro lado, en virtud de una interiorización de estas respuestas externas sobre su conducta, el niño aprenderá también a juzgarse a sí mismo, tomando, consecuentemente, como referente para ello el juicio que previamente hayan establecido los demás sobre lo bueno o lo malo, lo aceptable o lo rechazable de una conducta. Así, el desarrollo de la moralidad implica la aparición de lo que se suele denominar como “juicio de la consciencia”, que es una auto aplicación de la moralidad aprendida del exterior sobre los propios comportamientos del sujeto.

Es obvio que este proceso de formación de la moralidad implica que no puede existir un solo código de moralidad objetivo, ya que cada sujeto estará condicionado por la moralidad imperante en la cultura que le rodea, lo cual no implica que cada niño pueda decidir o cambiar, a su gusto y capricho, que es bueno o es malo y, consecuentemente, auto responderse así mismo qué es en realidad lo bueno y qué es en realidad lo malo. Los niños no tienen capacidad alguna para escoger la moralidad que han de auto implantarse para, de alguna manera, auto controlar los efectos de sus actos para consigo mismo y para con los demás. Los niños simplemente se limitan a incorporar la moralidad que le viene dada desde el entorno en que han de crecer y desenvolverse, sin cuestionar los motivos que se encierran detrás de estas pautas morales.

Pero, por supuesto, el hecho de que un sujeto incorpore un código moral a su mente, no quiere decir que irremediablemente tenga que cumplir con él, mucho menos si este sujeto es un ser humano que aún se encuentra en la etapa de formación de su yo psicológico. Por eso, el niño seguirá actuando de maneras muy diferentes para dar respuesta a los distintos momentos que le vaya planteando la vida, y muchas de estas veces lo hará de manera no coincidente con la moralidad impresa en su mente, aunque no podrá escapar por ello del juicio propio y del de los demás. Con esto quiero decir, que la aparición de la moralidad lo que implica en el niño no es tanto el cumplimiento de esa moralidad en los actos de su vida, si no, más bien, el aprender a juzgar sus propios actos sobre la base establecida socialmente, así como el aprender a analizar las reacciones y los juicios de los demás respecto de lo que él haga. La moralidad infantil es, vista así, más un mecanismo de reflexión que un mecanismo de acción.

Podemos hablar, por tanto, de la formación de la moralidad a través de dos vías que se interrelacionan: una vertiente teórica y una vertiente práctica. El niño no solo incorpora a su moralidad la creencia sobre lo bueno o malo, aceptable o rechazable que resulta una conducta, si no que aprende simultáneamente a encuadrar en su mente la evaluación que el incumplimiento de esta norma tendrá en el entorno donde se ubique y los efectos que para con su persona este suceso pudiera tener, y a partir de ahí acabará por desarrollar los mecanismos que han de servirle para la auto evaluación de sus actos. Nunca, en ningún caso, el niño condiciona sus juicios morales a criterios propios, si no que estos análisis siempre están relacionados con el aprendizaje anterior sobre como los incumplimientos de estos criterios morales afectan en el entorno donde el sujeto se ubica, así como cuál es el resultado del juicio que este entorno realiza sobre la actitud del sujeto.

Cuanto mayor rechazo tenga el incumplimiento de una norma moral, mayor será la tendencia del sujeto a la auto represión, a la no realización de esos actos. De esta manera lo que a nivel subjetivo puede ser interpretado como un valor moral, a nivel social el sujeto lo ve como una norma que no debe transgredir si quiere contar con la aprobación del entorno.El juicio del acto, así como las repercusiones que el sujeto valora y que pueden condicionar su actitud, no se sitúan ya en el acto en sí mismo como trasgresor de una norma moral, si no en la influencia social que el incumplimiento de esta norma acarrea. Es decir, antes de poder si quiera entender el origen de los conceptos aprendidos sobre moral, el niño comienza a determinar su moralidad por los efectos sociales que acarrea el incumplimiento de las normas establecidas, y no por la valoración subjetiva que él mismo pueda hacer sobre ellos.

Es aquí cuando comienza la sumisión de los valores éticos a los estéticos, donde el propio desarrollo psicológico del sujeto induce de manera natural a que la moralidad individual se decline más hacia el plano de los valores estéticos (socialmente establecidos) que hacia el de los éticos (que implican una reflexión personal sobre el origen y el por qué de los conceptos), postura esta segunda que sería conveniente para el bien global. Esta actitud innata –por llamarla de alguna manera- hacia lo estético, puede ser corregida con el paso de los años mediante una correcta formación educativa, cosa que, como veremos más adelante, no sucede en nuestra actual sociedad consumista-capitalista, para cuyo buen funcionamiento es más conveniente (e incluso indispensable) desde una perspectiva moral, la actitud estética que la ética. El capitalismo necesita mentes dóciles que se sometan a los valores sociales establecidos, no mentes críticas que reflexionen sobre el origen y el por qué de estos valores.

Siguiendo con el tema, he de decir que es cierto que un niño que se encuentra en los primeros años de formación de sus estructuras morales, no está capacitado aún para valorar subjetivamente los criterios morales que se le imponen desde el exterior, pero ello no implica que no pueda discernir, con una educación y un aprendizaje adecuado, entre lo qué es un condicionante moral y lo qué es un condicionante social.

El verdadero triunfo de los valores estéticos frente a los éticos, el triunfo del sometimiento y la alienación del individuo al sistema, se genera cuando el sujeto unifica ambos condicionantes en un mismo juicio de valor (o como decía en otro artículo[1], cuando el individuo identifica los objetivos del sistema como propios). Por eso todos los sistemas políticos o religiosos que han existido sobre la faz de la tierra con aspiraciones y deseos de someter la voluntad de los individuos para poder dominarlos, han otorgado a la infancia un valor primordial a la hora de desarrollar su estrategia de sometimiento, y han desarrollado complejos sistemas morales que ahogaran la libertad de los individuos ya desde sus primeros pasos como seres racionales.

De esta manera es factible introducir un dominio sobre las conciencias de los seres humanos que se entregan a estos sistemas de valores de manera irracional y que, salvo que traten de revisarlos en la edad adulta, acabarán por condicionar sus actos durante toda la vida. Cierto es que existen otras variantes en la formación moral de los individuos, pero es sin duda esta variante social la que cobra mayor significación por los efectos que a largo plazo acaba teniendo sobre la evolución sujeto y, por extensión, sobre la sociedad.

En toda sociedad no crítica de sí misma, los sujetos reciben de la sociedad el sistema vigente de valoraciones y normas morales establecidas, que le son impuestas como una fuerza ajena a su conciencia y a su voluntad, y a partir de ahí (en la mayoría de casos) se limitan a reproducirlo sistemáticamente durante el resto de sus vidas, sin importarles si realmente aquello que han aprendido es un comportamiento y un valor de juicio racional, o simplemente son la prolongación de un comportamiento y un juicio que contienes en sí mismo efectos devastadores para la libertad del individuo y el recorte de los derechos de los demás, así como la estrategia de un poder para perpetuarse.

Así, por ejemplo, si uno aprende de la cultura en la que habita que la homosexualidad es algo malo en sí mismo, y no trata nunca de racionalizar el por qué de esta afirmación moral, primero se estará auto imponiendo un comportamiento sexual que nunca podrá ir ligado al mantenimiento de relaciones con personas de su mismo sexo, pero es que así mismo se estará auto dotando de la autoridad moral suficiente como para juzgar negativamente a quien así actúe, aunque ello no le afecte realmente en su calidad de vida o en el cohibimiento de sus derechos. Por tanto, aun cuando el sujeto, al llevar a la práctica esta moralidad aprendida, considere que está actuando correctamente, en realidad se estará limitando a reproducir un valor moral aprendido que en nada beneficia a él ni a los demás, que atenta contra su propia libertad y que afecta a los derechos y la calidad de vida de otras personas.

Lo que en apariencia sería un valor moral que el sujeto que lo porta considerará positivo, en un análisis más amplio se acaba por convertir en un valor negativo y moralmente rechazable, algo que los sujetos siguen por mera voluntad de aparentar, nunca por establecer en torno a él un verdadero análisis ético sobre lo bueno y lo malo de la aplicación de tal criterio moral. Pues bien, si tomamos como base de esta reflexión la verdad científica de que el capitalismo genera siempre explotación e injusticia, la defensa que muchos ciudadanos de las clases trabajadoras hacen de este sistema inmoral, solo puede ser entendida mediante un análisis de este tipo, donde los individuos explotados interiorizan una serie de valores morales que no se cuestionan jamás, y detrás de cuya imposición se esconden oscuros intereses de las clases dominantes por perpetuarse en el poder.

Pero para comprender esto de una manera más amplia, no solo debemos fijarnos en el aspecto social del aprendizaje moral, si no que hemos de volver a enfatizar en el proceso evolutivo que sufre el sujeto a la hora de ir adaptando poco a poco a su conocimiento racional los valores morales imperantes. Y digo volver a enfatizar, ya que anteriormente ya he apuntado que no es posible hablar de moral en un sentido estricto hasta que el ser humano no tiene el desarrollo cognitivo suficiente como para entender el carácter simbólico que se encierra tras los conceptos de bien y mal, de aceptable y reprochable, etc. Por eso durante el periodo de formación del sujeto anterior a la aparición de la moralidad, podemos encontrar actitudes y comportamientos que pudieran ser confundidos con actos morales –como cuando el niño aprende a no meterse cosas del suelo en la boca por acción de la regañina de la madre-, pero que realmente no dejan de ser meros aprendizajes conductuales que el niño no entiende más allá del premio o el castigo que recibe de parte de los miembros de su entorno, pero que en ningún caso soporta contenido simbólico-moral alguno en el interior de su mente.Sin duda este comportamiento condicionado no deja de repetirse durante toda la etapa de formación moral del sujeto, aunque con la diferencia de que a partir de los seis años de edad –aproximadamente-,el niño, al estar ya capacitado para dotar de contenido simbólico a las ideas morales generales sobre el bien y el mal, lo aceptable y lo rechazable, comienza a modificar sus hábitos de comportamiento pensando en la repercusión social que implica el incumplimiento de una norma más allá de la simple actitud de premio o castigo social, es decir, valorando los efectos que ese incumplimiento tendrán para con su papel dentro del grupo social y las repercusiones que ello pueda acarrear en su propia vida. Según esto, podemos decir que el paso que da el sujeto desde el pensamiento simple al pensamiento simbólico, supone así mismo elpaso de la amoralidad a la moralidad.

Así pues, podemos hablar de tres etapas en el proceso de formación moral del individuo: una primera etapa amoral, dada de manera aproximada entre los cero y los seis años, donde el niño no es capaz aún de captar el simbolismo mental que diferencia a lo bueno de lo malo, una segunda etapa, que abarca desde los seis hasta la mita de la adolescencia más o menos, donde este simbolismo de lo bueno y lo malo es concebido por el sujeto bajo el aspecto socialmente condicionado de lo aceptable y lo rechazable, y una tercera etapa, que correspondería con el fin del proceso de formación moral, donde el sujeto está plenamente capacitado para comprender en sí mismas las ideas de lo bueno y de lo malo, desligándolas de su vertiente social, y transformándose ello en la elaboración de juicios morales libres y responsables. Es importante señalar que solo en esta última etapa podemos hablar de un sujeto moralmente responsable de sus actos, aunque en un buen número de ocasiones su comportamiento moral esté condicionado por lo aprendido erróneamente durante la segunda etapa del proceso, lo cual no implica ningún tipo de límite ni justificación para con su responsabilidad, todo lo contrario, los culpabiliza más si cabe por no ser capaces de acompañar el cambio con un proceso de revisión crítica que pudiera hacerles ver el mundo de una manera diferente, más justa, más ética y más acorde con el bien global.



2 Implicaciones prácticas de la moralidad estética en la sociedad consumista-capitalista

Pero no crean que esta moralidad a-crítica es algo propio de la sociedad de nuestros días, ya que es una constante en la sociedad occidental durante, al menos, los últimos dos milenios de civilización cristiana. ¿Qué es si no el pecado? Cuando un niño aprende que no debe hacer determinadas cosas porque son pecado, realmente al niño no se le está enseñando lo bueno o lo malo que hay en hacer o dejar de hacer esas cosas, si no que se le está enseñando a que juzgue sus propias acciones en función de lo aceptable-rechazable que estas puedan ser de cara a una autoridad externa, en este caso la iglesia encargada de velar por el cumplimiento de la doctrina cristiana o, en última instancia, el propio Dios.

El niño entenderá el pecado no como un acto malo en sí mismo, si no como un acto rechazable a los ojos de Dios, lo cual lo convierte automáticamente en malo. Pero el criterio moral no será la relación establecida entre lo bueno y lo malo, si no entre lo rechazable y lo aceptable, en este caso ante los ojos de Dios. Así, las sociedades que durante tantos siglos han tomado el catolicismo como fuente de la ley y de la convivencia social actuaban exactamente de la misma manera que lo hace ahora el capitalismo, es decir, sometiendo al sujeto a través de la sumisión moral de su consciencia.

Dicho de otro modo, aquí es donde reside el origen de lo que Marx llamara “el opio del pueblo”, y que yo no relaciono exclusivamente con un asunto religioso, sino con una cuestión de sentido[2]: Con la pérdida de fe en la religión, con la denominada “muerte de Dios”, en éste, como en otros muchos casos, la figura del altísimo ha sido reemplazada por la figura de la imposición social, pero finalmente el mecanismo de sumisión de las conciencias a la moralidad establecida sigue siendo el mismo. Si decadente era el dominio moral del cristianismo sobre las consciencias de los hombres de la antigüedad, mucho peor es el dominio moral y cultural que el capitalismo y la sociedad de consumo inflingen sobre el actual sujeto humano occidentalizado. Ciertamente, lo uno no deja de ser una consecuencia directa de lo otro, y el vacío que la aparente “muerte de Dios” dejara en nuestras consciencias acostumbradas a la esclavitud, ha sido sabiamente rellenado por los valores propios de la actual sociedad occidental, moralmente cristianizada y culturalmente capitalizada por el consumismo y los estereotipos sociales propios del capitalismo.

El gran triunfo del capitalismo en este siglo XX ha sido generar un sistema socio-cultural capacitado para, en apariencia, dotar de sentido la existencia del sujeto. La muerte de Dios es la idea central de la modernidad, la que ancla todo cambio y desarrollo de la misma, incluso su propio declive. Una muerte de Dios que se da en las conciencias de los sujetos, de uno en uno, de manera individual. Por eso era necesario que previamente se hubiera dado el giro subjetivista que nos introduce Descartes con su “pienso, luego existo”. En un escenario filosófico donde el sujeto no se hubiera vuelto hacia sí mismo, hacia su propia conciencia autorreflexiva, Dios no hubiera podido morir. Porque Dios no está fuera del sujeto, o tal vez lo esté en su existencia objetiva, pero la influencia de su figura sobre los hombres y la historia no está afuera, sino adentro, bien adentro del sujeto, en la base misma de su consciencia.

Por eso, Dios no se mata afuera del sujeto, de hecho sus instituciones representativas siguen existiendo y teniendo gran capacidad de influencia política y social. Dios se mata adentro del sujeto, de ahí que Nietzsche[3] nos acuse a todos de ser sus asesinos. Dios deja de ser la estructura cognitiva central en la mente del sujeto, la idea sobre la que el sujeto ancla el sentido del mundo y, más aun, de su propia existencia. Dios se desploma de su trono en la mente de los individuos. De igual manera que las revoluciones burguesas triunfantes hacen de los reyes simples ciudadanos incapaces de regir el poder y elaborar las leyes, la muerte de Dios es una revolución interna del sujeto que hace de la idea de Dios, antaño reina y señora de la mente, una más entre muchas, que carece de poder alguno para legitimar la vida del individuo y, por supuesto, carece de valor para explicar el sentido del mundo y de la vida.

Este es el panorama que se abre ante los ojos de los hombres en la modernidad, un panorama de lucha y conflicto. Donde antes había estabilidad, ahora solo hay conflicto y duda. Donde antes se hacía residir el sentido de la existencia en la idea de Dios, ahora hay un vació que el hombre necesita llenar de alguna manera para no desesperarse. Dios como Almohada, como colchón donde hacer reposar la cabeza para descansar cómodamente. Es lo que se busca, lo que, por ejemplo, busca Unamuno tras su crisis del 97. Y si no es Dios esta almohada, que sea cualquier otra cosa, pero el hombre no aguanta la idea de la nada, la idea de la absurdez y el sin sentido de la vida. Por eso la modernidad es una etapa de lucha, de enfrentamientos, de conflictos. Conflictos internos del sujeto que se reflejan en el mundo externo. De las ruinas de Dios surgen sistemas de sentido alternativos a los que el sujeto puede agarrarse.

El Marxismo, el socialismo utópico, el anarquismo, el totalitarismo, el nacional-fascismo, los nacionalismos democráticos, el capitalismo y su empuje hacia la victoria del yo frente al nosotros, sistemas sociales todos ellos que responden a la necesidad del hombre de vivir por y para una meta, de encuadrarse bajo un parámetro superior de sentido que lo saque de la vida absurda. Así la modernidad es el reflejo de la muerte de Dios y la lucha del hombre por escapar de la crudeza existencial que ello conlleva. Mientras el hueco dejado por Dios en las mentes de los hombres estuvo vacante, hubo luchas y enfrentamientos, la gente creía en las ideologías y las buscaba, estaba incluso dispuesta a dar su vida por ellas. Pero el desarrollo del siglo XX, fundamentalmente después de la victoria de los aliados en la segunda guerra mundial, y en especial con el final de la guerra fría y la caída del muro de Berlín en 1989, un nuevo sistema de esclavitud moral, social y cultural, introducido en la mente de los sujetos como un sistema de sentido general de la vida, se ha apoderado del poder de esclavizar las consciencias. Este sistema no es otro que el sistema consumista-capitalista. Y aquí es donde la moralidad de los valores estéticos encaja perfectamente con el funcionamiento del sistema capitalista.

Los sujetos que nos desarrollamos en sociedades dominadas por este tipo de sistemas consumistas-capitaistas, crecemos entre una multitud de estímulos mediáticos y publicitarios que van determinando el sentido de nuestras vidas, el cómo debemos vivirlas para que estas dejen de ser absurdas y se conviertan en útiles moral, social y culturalmente. Nacer, crecer, estudiar una carrera, buscar un trabajo, enamorarse y formar una familia, tener hijos, comprar una casa y un coche, ver la televisión, fútbol y programas basura del corazón, siempre con la idea de dar un pelotazo que nos haga ricos y que nos permita codearnos con lo mejor de la sociedad. Y todo ello aderezado por una buena dosis de respeto a la norma social establecida. Nuestra aspiración es una vida cómoda y acomodada, y creemos que lo único que dota de sentido a nuestras vidas es lucha por ello. Los padres se quedan tranquilos cuando sus hijos cumplen los deseos que ellos mismos le han proyectado a manera de exigencias.

Nuestra vida carece de autonomía, como carecía de autonomía la vida del sujeto que se desarrolla en el mundo conforme a las ordenes de Dios, nuestra vida solo satisface las ordenes morales, sociales y culturales que se nos inculcan sistemáticamente desde los medios de comunicación y los poderes establecidos. Es esa continua delimitación de conceptos que diariamente se nos ofrecen a través de los medios de comunicación y la publicidad,es decir, la diferenciación entre normales y radicales, normales y violentos, normales y extravagante, normales y peligrosos, normales y ricos y pobres, normales y el resto de todos los estereotipos que nos invaden (normales, siempre normales los que someten sin rechistar al sistema), lo que condiciona nuestra actitud estética ante la moralidad. Lo estético y lo normal son una misma cosa.

Sé una persona normal y guardarás las apariencias, evitarás las críticas y regañinas de tus conciudadanos y familiares, nos dicen. De alguna manera nos hacen ver que ahí reside el sentido de nuestras vidas, en ser personas normales, ya se sabe: trabajo, casa, familia, hijos, coche, hipoteca, no sacar los pies del tiesto y mucha comodidad y conformidad, sobre todo conformidad. La idea que fluye es que si quieres tener una vida estable y cómoda no te queda más remedio que adaptarte a la normalidad, y si quieres ganarte el respeto moral de tus congéneres no te queda más remedio que respetar su normas morales, sin entrar a valorar si estas son erróneas o acertadas. Ese es el sentido de nuestras vidas, la normalidad, ser normales, hacer y decir lo que la mayoría hace y dice, es decir, no cuestionar el sistema y dejarse arrastrar por las falsas necesidades y las comodidades.

Ahora, como antes lo fuera la idea de Dios, de la cual se hacían brotar las normas morales, la idea de ser una persona normal, con una vida cómoda y estable, se establece en el centro mismo de nuestra mente, la preside y la reina, la organiza social y culturalmente. Todo lo de afuera se confraterniza para hacer girar nuestra vida en torno a esta idea, desde las primeras enseñanzas de nuestros padres o el sistema educativo, a los millones de estímulos mediáticos y publicitarios que recibimos a diario. Se normal y serás feliz, tu vida tiene sentido así, ese es el mensaje continuo y constante que recibimos, y de ahí es de donde se hacen depender nuestros valores morales: pura apariencia estética carente de una verdadera reflexión ética.

Así que este es, en mi modesta opinión, el gran triunfo del capitalismo en el siglo XX, el haber sido capaz de llenar el hueco dejado por la idea de Dios en la consciencia de los hombres como dador de sentido existencial y de significación moral, mediante la introducción en él de un estilo de vida sistemático que hace creer al sujeto que el simple hecho de seguirlo, de encaminar su vida y sus aspiraciones hacia él, será señal de estabilidad y comodidad, señal de una vida feliz. Se asemeja la felicidad con el seguimiento de este camino – ya se sabe, la familia feliz de todo anuncio de televisión-, y se dota de sentido la vida del sujeto mediante la introducción en este de los valores sociales, culturales y, sobre todo, morales propios del sistema y el empuje sistemático a reproducirlos y satisfacerlos.

El sentido de la vida es la búsqueda de la felicidad, y la felicidad no es otra cosa que el satisfacer las metas sociales y morales marcadas por el propio sistema. Si logras eso serás feliz, he ahí el sentido de tu vida. Este es el mensaje que el sistema consumista-capitalista ha conseguido poner en el hueco donde antes residía Dios como dador de sentido, simplemente con sustituir sus valores por los anteriores, y, por supuesto, asegurándose que el paso que el sujeto da desde el segundo al tercer escalón del desarrollo moral, desde la etapa del aprendizaje moral al de la responsabilidad ética, carezca por completo de una revisión crítica de lo aprendido. El capitalismo enseña al niño qué es lo bueno y lo malo, qué debe hacer para estar en paz con la sociedad y qué no, pero no lo hacer por cuestiones éticas, sino por puros y duros intereses de dominio y sometimiento de la persona al sistema, sometimiento que asegure que los poderes fácticos no pierdan ni uno solo de sus privilegios.

Finalmente, por retomar el tema estrictamente moral, decir que la diferencia es que en una sociedad marcadamente religiosa, donde los valores morales se asocian con la figura de Dios como autoridad externa que valora lo aceptable o rechazable de un comportamiento, difícilmente se puede dar el caso de sujetos que acaban por reducir toda su moralidad a lo aceptable o rechazable de un acto ante sí mismos, ya que la figura de Dios ejerce un poder coercitivo casi absoluto que muy pocas veces genera en el sujeto el valor suficiente como para revelarse contra él. Sin embargo, no ocurre lo mismo en el caso de la sociedad de nuestros días, donde la valoración social no es un criterio lo suficientemente coercitivo como para que los adolescentes no tengan la osadía de revelarse contra ello.

A pesar de esto, no nos engañemos, la rebeldía del sujeto contra la sociedad suele ser tan solo una apariencia que afecta, si acaso, a los aspectos más superficiales de la sumisión del niño al entorno que le rodea, aunque pocas veces pase de ahí hasta situarse en las capas más profundas de dicha sumisión, el propio sistema ya se encarga de ello, revalorizando la imagen del adolescente “rebelde” (que domina el grupo y sigue las modas “alternativas”, que no obedece las normas más elementales de convivencia familiar, etc.), y dándole en sus series de televisión para adolescentes una apariencia de éxito. Así pues, a diferencia de los sistemas religiosos de imposición social obligatoria, donde difícilmente el sujeto encontrará los argumentos y el valor suficiente como para rebelarse contra ello, pero que cuando es capaz de hacerlo lo hace de manera absoluta –ya que al revelarse contra el paternalismo de Dios el sujeto se revela también contra todo lo que ello representa-, en la sociedad de nuestros días el sujeto suele encontrar –sobre todo en la etapa final de su adolescencia- motivos más que sobrados para rebelarse contra la norma establecida, aunque esa revuelta suele afectar solo a aspectos concreto de la vida del sujeto, sin entrar en una raíz que arrastre a todo lo demás, ni cuestionar la mayor parte de los mecanismos sociales y culturales con que la sociedad somete al sujeto.

Es decir, la rebeldía adolescente en el capitalismo, no es una rebeldía contra el sistema, es, todo lo contrario, una parte más de los mecanismos del sistema para aplacar todo posible ímpetu revolucionario que pueda surgir en los ciudadanos que se sientan desagraviados o incómodos con el cumplimiento obligatorio de los valores morales estéticos imperantes por doquier.

Notas:
[1] http://www.kaosenlared.info/noticia.php?id_noticia=43889
[2] http://www.rebelion.org/noticia.php?id=47653
[3] Así habló Zaratustra. Friedrich Nietzsche (1883-1885)