Placer y felicidad
	
	
	 Placer y felicidad
 
	Placer y felicidad
	
Texto:
	
	http://www.historiasdelaciencia.com/?p=840
	
	 
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	Más de una vez he oído noticias o leído artículos en los que se hablaba de 
	si ciertas personas eran más felices que otras, y todo se plasmaba en 
	estudios estadísticos. Curiosamente, en ninguno de esos artículos se define 
	de forma total y absoluta qué es la felicidad. Y es que: ¡ay! de aquel que 
	no sepa lo que es la felicidad, y sin embargo ¡ay! de la persona que intente 
	definirla.
	
	Ciertamente, es difícil de definir. Como dijo el juez del Tribunal Supremo 
	de los EEUU, Potter Stewart, acerca de la pornografía: es difícil de 
	definir, pero “cuando la veo, sé lo que es”.
	
	La felicidad puede implicar sexo, drogas y rock and roll, el clamor de la 
	multitud, la satisfacción del trabajo bien hecho, la buena comida, la buena 
	bebida y la buena conversación, o también lo que el psicólogo Mihaly 
	Csikszentmihalyi ha denominado “estado de flujo”, es decir, hallarse tan 
	absorto en algo que uno sabe hacer bien que apenas advierte el paso del 
	tiempo.
	
	Pero quizás una tarea más interesante que definirla sea la de averiguar por 
	qué, desde el punto de vista evolutivo, nos preocupa tanto a los seres 
	humanos.
	
	A simple vista, la respuesta parece evidente. La versión habitual es que la 
	felicidad surgió en parte para guiar nuestro comportamiento. En palabras del 
	psicólogo evolutivo Randolph Nesse, “Nuestro cerebro habría podido diseñarse 
	para que comer bien, tener relaciones sexuales, ser objeto de admiración y 
	observar el éxito de los propios hijos fueran experiencias aversivas; pero 
	cualquier antepasado cuyo cerebro hubiese estado diseñado así probablemente 
	no habría aportado gran cosa al acervo genético que convierte a la 
	naturaleza humana en lo que ahora es”.
	
	En realidad, más que la felicidad, el placer es nuestra guía, como ya señaló 
	Freud y Aristóteles mucho antes que él. Sin placer, la especie no se 
	propagaría.
	
	Y cuando hablamos de placer, entre otras cosas, hemos de hablar de sexo. 
	Sentir una inclinación hacia el sexo no es lo mismo que perseguirlo sin 
	cesar, prácticamente, hasta excluir todo lo demás. Todos conocemos anécdotas 
	de políticos, sacerdotes y gente corriente que se han arruinado la vida en 
	la implacable persecución del sexo. ¿Acaso se preguntaría un marciano si 
	nuestra necesidad de sexo contemporánea está tan mal calibrada como nuestra 
	necesidad de azúcar, sal y grasas?
	
	La idea central del placer como motivador tiene sentido, pero el sistema del 
	placer en su conjunto es una chapuza. Si el placer debe guiarnos para 
	satisfacer las necesidades de nuestros genes, ¿por qué los humanos 
	desperdiciamos tanto tiempo en actividades que no están al servicio de estas 
	necesidades? Desde luego, puede que algunos hombres se lancen en paracaídas 
	para impresionar a las señoras, pero muchos de nosotros esquiamos, 
	practicamos el snowboard o conducimos temerariamente incluso cuando no nos 
	ve nadie. Debe haber una explicación para que una parte considerable de la 
	actividad humana ponga en riesgo la “aptitud reproductiva”.
	 
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	Resulta que la parte central del placer en nuestro cerebro se escinde en dos 
	partes. Por un lado, tenemos un sistema ancestral que es muy corto de vista 
	y que busca el beneficio a corto plazo. Es posible que se obtenga una ligera 
	satisfacción al renunciar caer en la tentación de, por ejemplo, comer un 
	pastel de chocolate, pero casi con toda seguridad, esa satisfacción es 
	insignificante en comparación con la que tendríamos al comerlo. Por muy 
	breve que fuera esta última satisfacción. A mis arterias les convendría que 
	me saltara el postre, pero esos mismos genes, debido a una falta de 
	previsión, nos han dado un cerebro que carece de la sabiduría necesaria para 
	burlar sistemáticamente la parte animal que hay en él. Una evidencia más de 
	que somos el producto de una evolución.
	
	En un mundo ideal, desde la perspectiva de los genes, las partes de nuestro 
	cerebro que deciden qué nos causa placer deberían ser sumamente exigentes. 
	Por ejemplo, la fruta tiene azúcar y los mamíferos necesitamos azúcar. Tiene 
	sentido que hayamos desarrollado el gusto por la fruta.
	
	Sin embargo, los sensores de azúcar no distinguen si viene de una fruta con 
	azúcar u otra cosa con igual sabor pero sin valor nutricional. De alguna 
	manera, estamos engañando a nuestros genes.
	
	Y, quizás, donde más lo hacemos a nuestros genes, es en el sexo. Es una 
	motivación extraordinaria y parece claro que el placer que produce es 
	esencial para que se perpetúen las especies, particularmente, la nuestra. La 
	ironía es que la gente lo practica a menudo de maneras concebidas 
	intencionadamente para no producir niños.
	
	Lo peor del placer es que no dura mucho tiempo. Una chocolatina nos hace 
	felices por un instante, pero pronto volvemos al estado de ánimo en el que 
	nos hallábamos antes de comerla. Esto es generalizable a todas las facetas 
	de la vida: nos adaptamos muy rápidamente a las nuevas situaciones. Por 
	ejemplo, los profesores adjuntos piensan que su felicidad futura depende de 
	obtener la titularidad y los que no la consiguen se sienten desgraciados. 
	Pero, por fortuna o por desgracia, este sentimiento también dura poco, y no 
	pasa mucho tiempo hasta que se adaptan y se acabó bien sea la felicidad o el 
	placer inicial o la desgracia.
	
	Esa tendencia a acostumbrarnos a lo que nos está pasando se llama 
	técnicamente “adaptación”. Por ejemplo, es posible que el retumbar de los 
	camiones que pasan por una carretera cercana a nuestro lugar de trabajo nos 
	moleste al principio, pero con el tiempo aprendemos a oírlo sin que nos 
	moleste. Eso es adaptación. Podemos adaptarnos a molestias incluso peores, 
	sobre todo, las previsibles. Es por ello que un jefe que actúa como un 
	cretino todos los días puede ser en realidad menos irritante que uno que 
	actúa como un cretino con menos frecuencia pero a intervalos aleatorios.
	
	En la medida en que algo sea una constante, podemos aprender a vivir con 
	ello. Nuestras circunstancias pueden ser importantes pero, a menudo y 
	gracias a la adaptación, son menos importantes de lo que pueda parecer.
	
	Y que nadie me malinterprete: me gustaría que me tocara la lotería y espero 
	no padecer nunca una lesión grave; pero hay que decir también los ganadores 
	de la lotería se adaptan rápidamente a su recién adquirida riqueza y hay que 
	ver a gente como Christopher Reeve, que encuentran la forma de hacer frente 
	a circunstancias adversas que a la mayoría de nosotros nos resultan 
	inimaginables.
	
	Esta capacidad de adaptación que tenemos es una de las razones por las que 
	el dinero importa mucho menos de lo que la gente piensa. Que no se me 
	malinterprete de nuevo: es cierto que la gente situada por encima del límite 
	de la pobreza es más feliz que la gente por debajo de dicho límite, pero los 
	verdaderamente ricos no son mucho más felices que los, por así llamarlos, 
	simplemente ricos.
	
	Irónicamente, lo que de verdad parece importar no es la riqueza absoluta, 
	sino la renta relativa. ¿Qué preferiríais? ¿Ganar 60.000 euros en un empleo 
	donde vuestros compañeros ganan 80.000 o ganar 50.000 euros en un empleo en 
	el que vuestros compañeros ganaran 30.000? Y es que no sólo queremos ser 
	ricos, sino que queremos ser más ricos que nuestros vecinos. El resultado es 
	que muchos de nosotros vivimos dando vueltas a la noria de la felicidad, 
	trabajando día a día, para mantener en esencia el mismo nivel de felicidad.
	
	Uno de los aspectos más sorprendentes de la felicidad es nuestra incapacidad 
	de medirla. ¿Eres tú, amigo lector, feliz mientras está leyendo estas 
	líneas? ¿Podrías poner una nota en una escala del 0 al 10? ¿En qué medida 
	estás satisfecho con tu vida en general? Curiosamente, las personas que no 
	dan tantas vueltas a sus propias circunstancias tienden a ser más felices 
	que quienes piensan más en ellas. Tal y como decía Mark Twain, puede que 
	diseccionar nuestra propia felicidad sea como diseccionar una rana: tanto la 
	una como la otra mueren en el proceso.
	
	Probablemente, intuyas la respuesta de forma parecida a si te preguntara si 
	tienes frío o calor.
	
	Por otro lado, es un fenómeno no menos curioso que buscamos placer y 
	felicidad aunque sea autoengañándonos, manteniéndonos cuando no nos gusta 
	cómo nos sentimos. Un claro ejemplo está en los exámenes de universidad: 
	cuando uno aprueba empieza a hacer cosas que no haría en otras 
	circunstancias de pura felicidad; pero cuando suspendemos tendemos a 
	autojustificarnos: alguna razón de la que no tenemos culpa intervino en 
	ello, el profesor no puntuó justamente o a saber.
	
	Estas justificaciones, cambiadas de perspectiva, pueden ser peligrosas. Uno 
	tiende a sentirse mejor viviendo en un mundo que parece justo que no en un 
	mundo que parece injusto. Llevada a su extremo, esta fe puede empujar a la 
	gente a hacer cosas directamente deplorables, como culpar a víctimas 
	inocentes. Incluso, a veces, dicen de las víctimas de violaciones “que se lo 
	han buscado”. El coste moral de las autojustificaciones y de pensar que 
	vivimos en un mundo justo puede ser muy alto.
	
	Si nos preguntaran a todos por separado si nos sentimos más felices que la 
	media y analizáramos las respuestas, la conclusión sería que todos somos más 
	felices que la media.
	
	Quizás, el secreto de la felicidad esté en cerrar los ojos a la razón en 
	determinadas circunstancias. Como decía Feynman:
	
	A veces es bueno conocerte a ti mismo, pero otras veces no lo es. Cuando 
	te ríes de un chiste, si piensas en por qué te ríes podrías darte cuenta de 
	que, después de todo, no era tan gracioso: era estúpido; de modo que dejas 
	de reír. No deberías pensar en ello. Mi regla es, cuando eres infeliz, 
	piensa en ello. Pero cuando eres feliz, no lo hagas. ¿Por qué echarlo a 
	perder? Probablemente eres feliz por alguna razón ridícula y saberlo es 
	echarlo a perder.
	
	La felicidad o, más exactamente, la oportunidad de perseguirla es poco más 
	que un motor que nos mueve. La noria de la felicidad nos mantiene en marcha: 
	vivos, reproduciéndonos, cuidando de nuestros hijos, sobreviviendo un día 
	más. La evolución no nos ha hecho evolucionar para que seamos felices, sino 
	para que persigamos la felicidad.
	
	En fin, sea del modo que sea, os deseo toda la felicidad del mundo.
	
	Fuentes:
	Gary Marcus, Kluge, la azarosa construcción de la mente humana.
	Leonard Mlodinow, El arco Iris de Feynman.
	
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